“Oraba,
y el aspecto de su rostro cambió”
La solemnidad de la Transfiguración del Señor nace, probablemente,
de la conmemoración anual de la dedicación de una basílica en honor a este
misterio que se levantó en el Monte Tabor. En el siglo IX la fiesta se
introdujo en Occidente y más tarde, durante los siglos XI y XII, comenzó a
celebrarse también en Roma, en la basílica vaticana. Fue incorporada al
Calendario romano por el Papa Calixto III (1457) en agradecimiento por la
victoria de las tropas cristianas frente a los turcos en la batalla de
Belgrado, el 6 de agosto de 1456.
Con Pedro, Santiago y Juan, en esta fiesta se nos invita a poner a
Jesús en el centro de nuestra atención: «Éste es mi Hijo, el Amado, en quien
me he complacido: escuchadle».
Celebrar la transfiguración es consolidar nuestra fe en Jesús el
Hijo de Dios. La filiación divina de Jesús, es lo más profundo de la
revelación y lo más específico de la fe.
Hoy meditemos la Palabra, traída del cielo, y apoyémonos en ella
para que la misma luz divina, que transfiguró a Cristo, pueda nacer en nuestro
corazón.